El 7 de octubre que nunca será olvidado: Un año de guerra, dolor y resiliencia
Hace exactamente un año, el 7 de octubre dejó de ser una fecha común en el calendario. Un día que antes podría haber estado lleno de sonrisas, encuentros familiares o momentos cotidianos, se convirtió en el día en que nuestra Simjá, nuestra alegría, se apagó. No habrá otro 7 de octubre igual, porque ese día marcó un antes y un después en la vida de nuestro pueblo. Ahora, al mirar hacia atrás, me doy cuenta de lo difícil que es procesar todo lo que hemos vivido en estos últimos 365 días. La verdad es que no hemos dejado de vivir el trauma, porque aún seguimos en duelo, aún seguimos en guerra. Solo hace unos días, menos de una semana, nos encontrábamos refugiados en un búnker, protegiéndonos de los cientos de misiles balísticos lanzados por Irán. Y mientras escribo estas líneas, el conflicto sigue activo.
Es imposible describir con precisión lo que ha sido este año, porque sigue ocurriendo, sigue desgarrándonos en su crudeza. El dolor ha sido profundo, como una sombra que no desaparece. El miedo se ha vuelto una emoción cotidiana. Hay noches en las que los niños no pueden dormir solos, abrazan sus almohadas con los ojos llenos de temor, buscando la seguridad que antes sentían tan cerca, pero que ahora parece estar fuera de su alcance. Salir de casa se ha convertido en un acto de reflexión: pensamos dos veces antes de asistir a cualquier lugar. ¿Es seguro? ¿Y si suena la alarma? ¿Qué haremos si estamos lejos de casa cuando caen los cohetes?
En más de una ocasión, hemos vuelto a organizar el cuarto de refugio, como si fuera una rutina más del día a día. Reabastecemos la despensa con comida no perecedera, revisamos una y otra vez la lista de elementos necesarios en caso de emergencia, con la esperanza de que no llegue el día en que necesitemos usarlo. Pero la esperanza no detiene las notificaciones de los celulares, que siguen anunciando el lanzamiento de cohetes. Todos los días, sin excepción, esos mensajes nos recuerdan que seguimos en peligro. Y entre todo este caos, cada vez que nos sentamos a la mesa, los pensamientos no pueden evitar ir hacia nuestros hermanos secuestrados, aquellos que siguen viviendo en la incertidumbre, sin saber si podrán regresar.
Sin embargo, a pesar de todo, algo increíble ha ocurrido. En medio de la oscuridad, la fe en nuestro pueblo y en nuestra tierra no ha hecho más que crecer. Es como una llama que se aviva con el viento en lugar de apagarse. A lo largo de este año, nuestra unión se ha fortalecido. Sabemos que estamos en medio de una lucha que es mucho más grande de lo que nuestros ojos pueden ver. Es una batalla entre el bien y el mal, un conflicto que, aunque parece interminable, tiene un desenlace que esperamos con ansias, aferrándonos a la promesa del Cielo: Israel vivirá para siempre. Esa promesa, ese conocimiento sagrado, nos da las fuerzas para seguir, para resistir incluso cuando parece que todo está en nuestra contra.
Uno de los aspectos más impresionantes de este año ha sido la resiliencia colectiva de nuestro pueblo. La resiliencia no es solo una palabra; es una realidad que vivimos todos los días. Hemos aprendido a caminar con el dolor, a avanzar incluso con el miedo pegado a nuestros talones. Es llevar la ansiedad en el pecho, pero seguir adelante con un propósito claro. A veces me pregunto cómo explicar la resiliencia de Israel. Es algo que siento en cada esquina, en cada conversación, en cada mirada de mis vecinos. Es indestructible. Inquebrantable. El sentimiento de no rendirse, pase lo que pase, por nada ni por nadie. Israel se mantiene firme, como una roca que no se mueve frente a la tormenta.
Pero hay más. En medio de la devastación, hemos sido testigos de actos de solidaridad que me han dejado sin palabras. La bondad ha emergido de cada rincón, y no hay manera de describir cuánta ayuda ha fluido de todas partes. Familias que antes apenas se conocían, ahora se cuidan unas a otras. Voluntarios que, sin dudar, han dejado sus propias preocupaciones para ayudar a los demás. Y no se trata solo de ayuda material, sino de apoyo emocional, de la certeza de que nadie está solo en este momento tan difícil.
Recuerdo una iniciativa que me sorprendió profundamente. En medio de todo el caos, un grupo haredí lanzó una propuesta que parecía imposible: desconectar a las personas de las noticias. ¿Cómo, en un momento como este, podemos alejarnos de las noticias? Pero lo hicieron con un propósito mayor: inspirar a las personas a enfocarse en el crecimiento espiritual en lugar de sumergirse en el miedo constante. Crearon un programa de radio que se transmite las 24 horas del día, en el que las personas escuchan palabras de Torá, se sumergen en el estudio de mussar y buscan mejorar sus características personales. Es increíble cómo, en medio de tanto dolor, puede florecer algo tan bello y trascendental. Estas son las cosas que realmente hacen la diferencia, los pequeños actos de luz que iluminan los días más oscuros.
Hoy, cuando miro hacia atrás, no puedo evitar sentir un profundo respeto por la resiliencia de mi pueblo. Hemos pasado por un año de prueba, pero hemos salido de él con la cabeza en alto. No porque el dolor haya desaparecido, sino porque hemos aprendido a vivir con él sin dejar que nos defina. El 7 de octubre nunca será olvidado. Pero también será recordado como el día en que, a pesar de todo, decidimos seguir adelante, con fe, esperanza y una inquebrantable voluntad de vivir y prosperar. Y aunque el camino que queda por recorrer es largo, sabemos que no caminamos solos. Cada paso, cada acción de bondad, nos acerca a un futuro de paz, donde Israel seguirá siendo luz en medio de la oscuridad.